domingo, 17 de octubre de 2010

EL CAMINO DE SANTIAGO

Hemos tenido la suerte de comenzar el camino y después de tantos años aún seguimos caminando.

Recuerdo la primera vez que llegamos a Santiago... era un día de sol y en realidad llovía.

Entonces descubrimos que aquel no era el final del camino...

APUNTES DEL CAMINO

Era un chico joven, no un adolescente imberbe... era de
unos veinte largos, ya muy largos, cara fina y alargada, poco
pelo (fuera por decisión o por destino), delgado y un poco
encorvado, alguien diría que no era guapo, con sus ojos grandes
y con esa nariz... esa nariz, vamos... mi nariz.
Llevaba un trozo de la casa en la espalda, lo necesario,
escondido y bien colocadito en la mochila, y el otro trozo lo
llevabas tú.
El cielo nos amenazó desde el principio, pero la nube que más
pedía lluvia, la que nos miró peor, se alejó a todo tronar
resbalando por la ladera de una montaña... parecía como
asustada, porque al rato la vi asomarse, con sigilo y a
hurtadillas, entre las copas de dos pinos que besaban, en
silencio, la cumbre de aquel lugar, o quizá tuviera sueño,
porque al cabo de unas horas aún estaba allí tumbada como
sábana en su cama.
Lo cierto es que no llovió y yo ya iba empapado. Jamás pensé
que esa parte de mi casa, la necesaria, fuera tan pesada.
Caminábamos hacia el oeste, viendo eternamente alargarse
nuestra sombra en el camino, la única sombra, porque los pinos
se habían escondido, y lo peor era, que en mi mochila, viajaba
de polizón el sol.
En un pueblo, al amparo de la silueta de unas tejas, miraba, con
el cuerpo marcado por el peso de mi vida, el ilustre caño que
dejaba escapar, por los labios de la boca, una venilla de agua
que me pareció un río... ahora, en la inútil comodidad de mi
hogar, escribiendo estas letras, me sorprendo de aquella
primitiva actitud, pero razono en explicarme, que triste es la
necesidad, pero que necesaria la tristeza que siento al saber que
mi mundo expira en un lecho de vanidosa materialidad, del que
sólo me levantaría para escupir sobre la piedra de esa fuente...
y ahora comprendo que mi apreciada saliva no es de ayuda para
nadie, pero la saliva que derrama, generosa, el viejo caño, esa
saliva, que desde la inútil comodidad del hogar despreciaría, ese
agua nos da la vida.
Llegó el crepúsculo, y con él llegaron mis sueños, soñaba sin
intimidad, pues compartía mi espacio con cien mil almas... al
principio creí que me robarían el aire y que ahogarían a mis
sueños cautivos... pero creo que jamás fueron más libres que
cuando dejé de avergonzarme de ellos y permití que todo el
mundo los viera, los compartí con todos y nadie los miró...
ahora sé que cada uno tenía los suyos y no necesitaba los de los
demás.
Antes de que el sol corriera las cortinas de la noche, antes de
que las estrellas se difuminaran entre la luz del mar del cielo,
antes incluso de que el fin de la madrugada pintara de nuevo el
camino... ya se alejaban nuestras huellas, medio borradas,
llenas de polvo... mucho antes de que fueran sorprendidas por
el amanecer... del que, sin miedo, parecía que huyéramos.
Al alba sentí unos pasos tras de mí, y de reojo, sin girarme, le vi
nacer, llorando entre mis pestañas... te miré, y lo vi reflejado en
tu mirada... ahora sé que siempre viajará con nosotros, forma
parte del camino, y aunque se pierda con las hojas del bosque,
esperará nuestra salida, como la vida espera, día a día la suya.

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